jueves, 22 de noviembre de 2007

Crítica a la obra de Manuel Martínez:

Alguien que, como yo, no se dedica al arte como profesión, sólo puede, si no quiere pecar de presunción y vanidad malentendida, acercarse a la obra artística desde la percepción física (desde luego, nada intelectualizada) que en principio le facilitan sus sentidos; convencido, en último extremo, de que ellos no engañan. Porque si un autor no emociona, los sentidos de quien contempla su obra permanecen inalterados, y no hay nada peor para quien pretende hacer del arte su vida que la indiferencia.

No es el caso de Manuel Martínez, un joven pintor, y cuya obra muestra claros destellos de virtuosismo. Cuando uno contempla sus cuadros, sin embargo, desde la primera mirada, que late en ellos algo de diferente. Tal vez son sus encuadres, tal vez la contraposición de colores violentos y vivos con su gusto por las superficies planas (de tonos neutros, destinados a no distraer la atención de quien mira), tal vez la fuerza de su dibujo, o sencillamente su sorprendente capacidad para retratar con tintes hiperrrealistas el paso del tiempo sobre una columna de mármol, las arrugas de un papel de estraza, los brillos sin lujo de un plástico de envolver, o la vulgar bolsa verde de un supermercado de barrio.

En Manuel Martínez las trasparencias, los vidrios, la cerámica, los cobres, alternan en sus bodegones con pimientos rojos como sangre palpitante y bien oxigenada, membrillos de un azufre bien soleado, mimbres que rememoran con nostalgia las manos artesanas que las tejieron, flores de colores violentos, dibujadas con trazos firmes y rigurosos… Aporta el pintor con todo ello una nueva perspectiva a temas tradicionales, de los que trasforma de alguna manera en algo diferente, quizá un poco estereotipada, pero ante la que es capaz de extasiarse y extasiar al espectador deteniendo el tiempo mientras recrea el correr del agua desde un caño de bronce huérfano y sin artificios ante una pared blanca, como una metáfora más que afortunada de la vida.

Nos encontramos, en definitiva, ante una firme promesa de la pintura cordobesa, pero que en los inicios de su andadura nos deslumbraba ya con una potencialidad indiscutible, cimentada sobre una gran capacidad técnica, de pincelada firme y hasta preciosista, un sentido extraordinariamente definido del color, un uso consciente de los contrastes, y una agudeza innata para indagar en las bases de la pintura, renovándolas. Sólo falta que, si la suerte le sonríe, poco a poco comience a liberar sus ataduras y, definiendo progresivamente su estilo, deje fluir a través de sus pinceles la riqueza de su mundo interior, que ya se intuye para todo aquel que sepa mirar.


Desiderio Vaquerizo Gil
Universidad de Córdoba

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